Muchas definiciones se pueden hacer de nuestra época edad del maquinismo, del relativismo, del confort... Mejor se diría una sociedad de la que Dios está ausente. Esta despreocupación de Dios no está localizada en un país, es una ausencia universal. Es un hecho y una determinación sistemática. Dios está ausente, expulsado del corazón mismo de la vida. La sociedad se ha cerrado en este rechazo de Dios y su ausencia la hace morir. El pecado del mundo actual es, como en tiempos antiguos, la idolatría, ¡la idolatría del hombre!
Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: lo que sirve al hombre. Y si pensamos en Dios siempre hacemos de él un medio al servicio del hombre: le pedimos cuentas, juzgamos sus actos, nos quejamos cuando no satisface nuestros caprichos.
A veces Dios es un cómodo vecino a quien se puede pedir ayuda en apuros o en caso de necesidad. Cuando no se puede salir del paso se reza, esto es, se pide al bondadoso vecino que lo saque del peligro, pero se volverá a olvidar de él cuando todo salga bien.
El criterio de la eficacia, el rendimiento, la utilidad, funda los juicios de valor. No se comprende el acto gratuito, desinteresado, del que nada hay que esperar económicamente.
Mucho menos se entiende el valor del sacrificio, el profundo sentido del fracaso, como la Redención que fue un fracaso humano.
Hasta los cristianos a fuerza de respirar esta atmósfera, estamos impregnados del materialismo práctico: confesamos a Dios con los labios pero nuestra vida está lejos de él.
Cuando Dios ha sido hallado, el espíritu comprende que lo único grande que existe es él.